¿Sabías que la festividad de ‘San Valetín’, no era por el santo, ni tampoco tenía un fin “romántico? ¿Sabías que estaba más cercano a una festividad sobre la fertilidad y el inicio de la sexualidad? Así como el ‘Día de la Música’, ‘Día de Muertos’, entre tantas otras festividades que ya también revisamos, fueron tomadas de las greco-romanas y aggiornadas a la “moralidad” cristiana.
De las Lupercales a San Valentín, de orgías públicas a regalar flores con frases trilladas
El origen del Día de San Valentín poco tiene que ver con lo que, a día de hoy, se celebra el 14 de Febrero. Esta fiesta se basa en las Lupercales, un festival de sexo que se llevaba a cabo en la Antigua Roma con varios objetivos, entre ellos, lograr que los jóvenes se iniciaran en la sexualidad y perdieran el miedo a mantener relaciones entre sí.
La fiesta de las Lupercalia era una de las más curiosas y populares de Roma, aunque no sepamos exactamente qué divinidad se honraba en ellas: entre las posibilidades están Lupercus (Fauno) o Februus que se celebraba entre el 13 y el 15 de Febrero.
En ellas, jóvenes de la élite ofrendaban cabras y perros y luego corrían por la ciudad, desnudos y untados en aceite, portando la piel de la cabra hecha tiras y azotando con ellas a quienes se cruzaban en su carrera. Estos azotes se asociaban a la fertilidad y al rito de iniciación en la sexualidad de los y las jóvenes. Su origen parece hundirse en las raíces de Roma o más allá, y Cicerón decía que era anterior a la civilización y las leyes.
Tenía relación con la fertilidad y un cierto toque erótico ya que los jóvenes nobles y de los magistrados corrían desnudos a través de la ciudad, por diversión y con alegría golpeando a aquellos a los que se encuentran con correas velludas.
La semilla del carnaval
Muchas mujeres y hombres se colocan deliberadamente en su camino. El vino corría en muchos casos de manera desmesurada. Y en la mayoría de las ocasiones, las personas comenzaban a copular en lugares públicos. No era de extrañar que terminara muchas veces en grandes orgías en lugares abiertos.
Con el correr del tiempo y antes de su prohibición final, ese día mujeres y hombres esperaban su llegada preparando grandes ‘mascaradas’, con el fin de poner un halo de misterio, con ese amante secreto y desconocido con el cual se tendría un encuentro. Pero eso es para otra entrega… ya hablando del carnaval.
Y llegó el sincretismo cristiano
En el Siglo IV, la Iglesia Cristiana, ahora con poder, como siempre “espantados”, reprimidos y aburridos no vieron con buenos ojos esta festividad que la consideraron pagana e indigna.
Ya en el siglo V, durante el papado de Gelasio I (cuando la realización pública de ritos paganos había sido declarada ilegal), el pueblo romano, nominalmente cristiano, todavía se aferraba a las Lupercales. Y algunos senadores, como Andrómaco, querían preservarlas. Después de una larga disputa con el Senado y haciendo uso de su poder, Gelasio finalmente abolió las Lupercales. (¿Qué pasó Gelasio? Cambiaste, antes eras chévere).
Pero al encontrar esta resistencia y para darle una mirada más “cristiana” y “romántica”, se comenzaron a cambiarlas para celebrar la “Fiesta de la Purificación de la Virgen María”.
La misma fue mutando y se tejieron leyendas sobre un santo llamado Valentín, original de la época de las persecuciones. Empezando asociarse el día y la festividad a San Valentín. Terminando de darle el toque de “amor romántico/mágico”.
(Informe e investigación: Ale Ojeda para Circus y GenteConOnda.com)
Bibliografía
López-Cuervo Garrido, M. (1995): “Una carta del papa Gelasio (492-496) contra una fiesta popular”, Gazeta de antropología, 11. Disponible en http://www.ugr.es/~pwlac/G11_14Mercedes_Lopez_Cuervo.html
Maldonado, L. (1975): Religiosidad popular. Nostalgia de lo mágico. Madrid: Ediciones Cristiandad.
Méndez Santiago, B. (2019): “El dios Fauno y el ritual de los lupercos. Representaciones de la desnudez masculina”, Arys: Antigüedad: religiones y sociedades, 17, pp. 161-190
Oruch, J. B. (1981): “St. Valentine, Chaucer, and Spring in February”, Speculum, 56(3), pp. 534–565.